Cuando era pequeña me llevaban a menudo al Campo Grande, en Valladolid, para que correteara entre los árboles.
El Campo Grande es un parque urbano, pero con árboles frondosos y con un estanque que, sobre todo a los ojos de una niña, resultaba ser inmenso. Los domingos me montaban en la barquita que recorría el "lago".
El barquero contaba un montón de historias mientras remaba. Aquello era como un viaje transcontinental: estaba la isla de las muñecas con las cabezas que colgaban de las ramas de los árboles y la casa de una bruja que marcaba su territorio con una escoba. Los patos y los cisnes negros y blancos se apartaban a nuestro paso. Y las palabras, supongo, se quedaron prendidas en mis oídos para siempre, más allá de su significado, porque aún escucho su eco. No hace falta que preste demasiada atención, su sonido es todavía muy perceptible para mí. Eso significa que cada vez que doy un paseo por el estanque del Campo Grande sigo oyendo susurros de duendes y de seres sobrenaturales, sigo creyendo que hay vida más allá de la superficie del agua.
Hace unos años murió el barquero, pusieron una placa en las piedras que rodean el estanque y me pareció triste, pero bonito; un homenaje, al fin y al cabo, para aquel que lleno de palabras aquel lugar.
Sin embargo, este verano pasado, una tarde al pasar por allí vi a un barquero con un nuevo cargamento de palabras y de pasajeros.
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