viernes, 23 de mayo de 2014

La torre de Babel y los idiomas

Esta claro que un libro puede ser una compañía excelente. Y hablo de un libro de esos que cuando empiezas a leerlo ya no puedes parar. Te habla a ti. Estableces un diálogo con el autor y con los personajes que va más allá de la letra escrita, la respiración y los espacios entre las líneas se acompasan de tal manera que estás enganchado, pillado, hasta el final, hasta la última página. Si además esto te ocurre cuando inicias un viaje largo, con muchas horas de espera, es lo mejor que te puede pasar, ya no estarás solo, durante todo el trayecto la diversión está garantizada: desplazamiento exterior e interior. 

Cuento esto para poneros en situación, en mis largas horas de vuelo a Ciudad del Cabo, vía Estambul, compré de segunda mano Dos mujeres en Praga de Juan José Millás, porque pensé: "esta novela me va a entretener". Y sí, me entretuvo. Me la leí de una sentada. Es una trama puzzle:  historias dentro de historias, donde se juega a inventarse la propia vida y al final uno se plantea si es más verdad lo que uno vive o lo que uno imagina. 

Pero no quería hablar de eso, sino de una notita de nada que me llamó la atención y que me llevó a doblar el borde de la página, como hago siempre, para marcarla y pensar más tarde sobre ello. La idea de que lo que puede entorpecer la comunicación entre las personas no es el desconocimiento de un idioma, sino precisamente su conocimiento, y lo expresa con esta anécdota:


El padre, muy mayor, vivía con una señora que había empezado haciéndole la comida y que había acabado instalándose en la vivienda, no se sabía muy bien en calidad de qué. La mujer era árabe y ninguno de los dos hablaba el idioma del otro, pero se entendían con una precisión misteriosa en una lengua intermedia que iban creando día a día. El entendimiento quedaba reducido al ámbito de lo esencial, pero eso -pensaba Álvaro- es lo que posibilitaba la convivencia. De hecho, temía que si aquel idioma inventado se perfeccionara o se hiciera más complejo, podrían empezar a intercambiarse a través de él productos existenciales que separaran lo que la simpleza había unido.    
-Quizá el problema de la torre de Babel (...) no fue que aparecieran diferentes lenguas, sino que la que tenían se hizo más complicada ofreciendo a los usuarios la posibilidad de dudar, de contradecirse, de atribuir al otro el miedo propio.  
 (pp. 109 Edit. Espasa)

Y lo que después pensé es que en esa torre de Babel el guirigay que se montó también debió llevar a que nadie escuchará más que su propio ruido o su propio miedo, ni siquiera ya el miedo del otro, que, por otro lado, tampoco debía de ser tan diferente del propio.

Viajar va muy bien para volver a lo simple: un pie delante del otro es lo que se necesita para seguir avanzando. Cuando más viajas, más cerca del destino estás. Y a veces para entender, lo que necesitas es callarte, no hablar. 




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