martes, 26 de diciembre de 2006

MI PRIMER RECUERDO DE NAVIDAD

Estos días he recibido unos regalos muy bonitos. Entre ellos hay dos que me han gustado muchísimo y quiero compartirlos: la fotografía/felicitación del 2007 de Giovanna Ciravolo y el cuento de Navidad de Carmen González. Ya me diréis, ¿es o no es para estar contenta? Muchas gracias queridas :-)
MI PRIMER RECUERDO DE NAVIDAD

Era un deslumbrante y caluroso día. El astro rey dominaba ampliamente en un limpio cielo azul. Yo me encontraba como de costumbre saltando alegre con mis hermanas. En los últimos días no hacíamos otra cosa que corretear sin descanso. Sin embargo ese día percibía a mi alrededor algo diferente, no lograba identificarlo, era algo muy sutil, casi imperceptible, pero que acechaba por todas partes nublando mi mente y emborronando mis sentidos. De pronto sentí que me estiraban por los pies y me alzaban en el aire. Muchas de mis hermanas y amigas experimentaron lo mismo. Sorprendidas y asustadas tratábamos de asirnos unas a otras o de encontrar algo sólido a lo que agarrarnos. Todo fue inútil. Nuestras manos eran incapaces de retener nada y la fuerza que nos izaba por los pies nos desprendía con innata facilidad de nuestro hábitat.

En poco tiempo quedamos absorbidas por una nada invisible que nos ascendía a los cielos. Pequeños se iban tornando a nuestros ojos los campos, las casas, los árboles y caminos hasta convertirse en apenas rasgos desdibujados de una realidad que cada vez se nos antojaba más lejana. No alcanzábamos a vernos a pesar de que nos sabíamos próximas. En el largo trayecto nadie habló, todas permanecíamos en silencio, temerosas de que un solo sonido quebrantase esa burbuja de cristal en la que nos parecía estar atrapadas y disolvernos para siempre en esa invisibilidad terrorífica.

Hacía frío. Cada vez más frío. Y a medida que el sol se iba alejando, aquella nada transparente se iba tornando más opaca, como si a la burbuja le hubieran insuflado un espeso humo blanco. Eso nos sumió de nuevo en un estado muy parecido al pánico, sin embargo eso también tenía una ventaja, al menos conseguíamos percibirnos con algo más de solidez, ya no nos sentíamos tan etéreas. El espacio se iba cerrando poco a poco y nos obligaba a apretarnos unas contra las otras, confundiendo nuestros miembros hasta que nos vimos hacinadas en esa espesa masa. Ya éramos muchas, como si nos estuvieran agrupando a todas. Y seguían llegando más. Eso no mitigó el frío y como colofón a nuestra inquietud nos envolvió una completa oscuridad.

Un enfurecido viento nos sorprendió por el flanco Este empujándonos con violencia. Chocamos contra algo que nos pareció similar a nuestro propio hacinamiento. Se desató un griterío de pánico que se extendía como un reguero de pólvora. Seguimos chocando una y otra vez, como si los cuatro vientos se hubieran puesto de acuerdo para concentrarnos en un solo punto. El estruendo duró algunas horas, cuando cesó me dormí agotada.

El alba llegó y fue uno solo de sus suspiros gélidos el que acabó de romper esa frágil nada opaca que nos aprisionaba, abandonándonos a la gravedad. Resistí como pude intentando agarrarme con mis heladas y escurridizas manos a esa masa blancuzca que desaparecía por momentos y finalmente, rendidas a la evidencia, abrazándonos a la más próxima nos precipitamos al vacío.
Caímos sin pausa esperando estrellarnos contra el suelo. El impacto fue sólido, pero en un lecho más blando del que cabía imaginar. Eso no impidió que perdiéramos el conocimiento.

El sol comenzaba a alzarse cuando las voces de unos niños nos devolvieron a la conciencia.

- Mamá, mamá! La Navidad ha llegado con la primera gran nevada!

Nos miramos unas a otras y yo pregunté:

- ¿Navidad?

Después vimos la cara de un niño acercándose cada vez más a nosotras. Tenía los ojos grandes e iluminados y dibujaba una gran sonrisa.

Recuerdo que me alzaron dos pequeñas manos y de pronto sentí mucho frío, envuelta y aprisionada de nuevo contra mis compañeras. Me cegó una completa y compacta blancura y fui lanzada al aire con fuerza como si de un proyectil se tratara. Pocos segundos después me desparramaba contra un delantal floreado con olor a galletas recién horneadas.

Ése es mi primer recuerdo de la Navidad. En el transcurso de mi vida he pasado infinitas experiencias, a cuál de ellas más diferente, pero hoy, que también es Navidad, me embarga con especial nostalgia ese recuerdo, mientras miro a través del cristal transparente de esta jarra, el pavo humeante que yace en la bandeja de al lado.

martes, 19 de diciembre de 2006

CUENTO DE NAVIDAD BY PAUL AUSTER

Aprovecho estas fechas para colgar la preciosa historia que nos regala Paul Auster dentro del libro Smoke (edit. Anagrama) y de la película del mismo título dirigida por Wayne Wang en 1994. Creo que la concentración de lo que me gusta está en un porcentaje elevadísimo: Harvey Keitel, Willliam Hurt, Tom Waits...
El Cuento de Navidad aparece al final de la película, en blanco y negro, cuando se termina suena la música de "You're innocent when you dream". UAAAAAAAAAAAA La he vuelto a ver hace poco y me he emocionado tanto como la primera vez. Supongo que no todo lo que huele a Navidad tiene que ser banal, hortera o brillantoso.

Mis queridos Emilio y Juanma, tranquilos, en este cuento no hay plumíferos; por otro lado, tampoco aparecen gordos barbudos vestidos de rojo (y no hablo del demonio)


EL CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN

Le oí este cuento a Auggie Wren.
Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre.
Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años.
Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo.
Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren.
Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.

Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío.
Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros.
Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida.
A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista.
Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada.
A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso.
Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías.
Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.

Dios sabe qué esperaba yo.
Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente.
En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos.
Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla.
Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista.
El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías.
Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.

Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar.
Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca.
Todas las fotografías eran iguales.
Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes.
No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación.
Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:

- Vas demasiado deprisa.
Nunca lo entenderás si no vas más despacio.

Tenía razón, por supuesto.
Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada.
Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente.
Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones.
Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos).
Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.

Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos.
Cogí otro álbum.
Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio.
Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí.
Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto.
Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

- Mañana y mañana y mañana - murmuró entre dientes -, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.

Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Eso fue hace más de dos mil fotografías.
Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos.
Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.

A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad.
Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría.
En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico.
¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté.
¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?

Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad.
Las propias palabras "cuento de Navidad" tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza.
Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así.
Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental?
Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja.
Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.

No conseguía nada.
El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza.
Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre.
Me preguntó cómo estaba.
Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.

- ¿Un cuento de Navidad? - dijo él cuando yo hube terminado.
¿Sólo es eso?

Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca.
Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.

Fuimos a Jack's, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes.
Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.

- Fue en el verano del setenta y dos - dijo.
Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda.
Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético.
Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable.
Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi.
Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar.
Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic.
Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié.
Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

Resultó que era su cartera.
No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías.
Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara.
Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena.
No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él.
Robert Goodwin. Así se llamaba.
Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela.
En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara.
No tuve valor.
Me figuré que probablemente era drogadicto.
Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?
Así que me quedé con la cartera.
De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto.
Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer.
Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes.
Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina.
Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.

La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas.
Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio.
Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio.
Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre.
No pasa nada.
Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme.
Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies.
Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.

- ¿Eres tú, Robert? - dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.

Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

- Sabía que vendrías, Robert - dice -.
Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes?
Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

- Está bien, abuela Ethel - dije.
- He vuelto para verte el día de Navidad.

No me preguntes por qué lo hice.
No tengo ni idea.
Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé.
Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.
No llegué a decirle que era su nieto.
No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía.
Sin embargo, no estaba intentando engañarla.
Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas.
Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert.
Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto.
Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.

Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos.
Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa?
Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía.
Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.

- Eso es estupendo, Robert - decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo.Siempre supe que las cosas te saldrían bien.

Al cabo de un rato, empecé a tener hambre.
No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas.
Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas.
Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente.
Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas.
Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo.
Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro.
Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.

Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras.
De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad.
Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente.
Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí.
Así de sencillo.
Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.

No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca.
Demasiado Chianti, supongo.
Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé.
No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme.
Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui.
Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento.
Y ése es el final de la historia.

- ¿Volviste alguna vez? - le pregunté.

- Una sola - contestó.
Unos tres o cuatro meses después.
Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún.
Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí.
No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

- Probablemente había muerto.

- Sí, probablemente.

- Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

- Supongo que sí.
Nunca se me había ocurrido pensarlo.

- Fue una buena obra, Auggie.
Hiciste algo muy bonito por ella.

- Le mentí y luego le robé.
No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.

- La hiciste feliz.Y además la cámara era robada.
No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.

- Todo por el arte, ¿eh, Paul?

- Yo no diría eso.
Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

- Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?

- Sí - dije -.
Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara.

Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia.
Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría.
Me había embaucado, y eso era lo único que importaba.
Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

- Eres un as, Auggie - dije.

- Gracias por ayudarme.

- Siempre que quieras - contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos.
Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?

- Supongo que estoy en deuda contigo.

- No, no.
Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.

- Excepto el almuerzo.

- Eso es.
Excepto el almuerzo.

Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.

jueves, 14 de diciembre de 2006

LA OVEJA NEGRA

Hace apenas unos días ha muerto Pinochet; y de muerte natural y sin ser juzgado... Ya, ya, la Historia con mayúsculas y esas cosas pone a cada uno en su sitio, pero a una que es una mosquita de nada en medio del universo le parece que los símbolos deberían morir también simbólicamente.
Algunos de mis amigos han hecho referencias en sus blogs a este tema y yo tampoco quería dejarlo pasar sin más, por eso he pensado en este cuento de Augusto Monterroso que habla de ovejas blancas y negras. ¿Qué somos cada uno de nosotros? ¿Ovejas blancas o negras? Tal vez las dos cosas según lo que nos toque vivir.

LA OVEJA NEGRA

En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

lunes, 11 de diciembre de 2006

¿QUIÉN LE PONE EL CASCABEL AL GATO?


Este fin de semana he estado en Espluga de Francolí (Tarragona) en una bonita casa rural con chimenea, vino, velas y sobre todo buena compañía. A parte de comer, beber y cantar nos ha dado tiempo a bajar a una cueva (debidamente pertrechados de casco de minero y traje de neopreno prestado) y a recorrer los monasterios del cister que hay alrededor: Poblet, Santas Creus y Vallbona. Eso me ha recordado que hay muy buenos cuentos nacidos a la luz y la sombra de la Edad Media; en los claustros de los monasterios, en las plazas de los pueblos, en los bosques, a la luz de una hoguera y en los días de mercado se podían oír historias tan vigentes en nuestros días como ¿Quién le pone el cascabel al gato?
Este cuento procede de El libro de los gatos recopilado por el religioso Clemente Sánchez del Vercial a principios del 1400 y publicado en la antología: Cuentos de la Edad Media de editorial Castalia (1999)
¿QUIEN LE PONE EL CASCABEL AL GATO?

Los ratones una vez se reunieron en consejo y acordaron cómo se podrían proteger del gato. Y dijo uno que era más cuerdo que los otros:
- Atemos una esquila al pescuezo del gato, y nos podremos proteger muy bien del gato, para que, cuando vaya de un lado a otro, siempre oigamos la esquila.
Y este consejo agradó a todos. Pero dijo uno:
- Es verdad, ¿pero quién atará la esquila al pescuezo del gato?
Y respondió uno:
- ¡Yo no!
Respondió otro:
- ¡Yo no, que por nada del mundo querría acercarme a él!
Así sucede muchas veces que los clérigos o monjes se levantan contra sus prelados u otros contra sus obispos, diciendo:
- ¡Ojalá Dios lo hubiese quitado y tuviéramos otro obispo y otro abad!
Esto agradaría a todos, pero al final dice:
- Quien lo acusase perderá su dignidad o le irá mal después.
Y dice uno:
- ¡Yo no!
Dice otro:
- ¡Yo no!
Así los inferiores dejan vivir a los superiores más por miedo que por amor.

domingo, 3 de diciembre de 2006

LA FORMA DE LA NIEVE

La forma de la nieve es uno de mis cuentos preferidos. Está recogido en el fantástico libro de Jean Claude Carrière "El círculo de los mentirosos".
Este sábado por la noche en la tertulieta que tuvimos hasta horas intempestivas Carmen, Pau, Belén, Carlos y yo salió a relucir; así que, chicos, aquí lo tenéis.
Además, Emilio, verás que es perfectamente posible "ver por las orejas".

LA FORMA DE LA NIEVE

Srulek, el Nasrudin o el Goha polaco, se acercó un día a un ciego y se sento a su lado.
- Srulek, dime, ¿cómo es la nieve?
- Es blanca – contestó Srulek.
- Ah- dijo el ciego.
Un momento más tarde volvió a preguntar:
- Pero ¿cómo es blanca?
- Blanca – dijo Srulek buscando las palabras -, blanca, como la leche.
- Ah – dijo el ciego.
Y un momento más tarde preguntó:
- ¿Cómo es la leche?
- La leche – dijo Srulek – es como esos pájaros que están en los ríos, ya sabes, los cisnes...
- Ah – dijo el ciego.
Y un momento más tarde le preguntó a Srulek:
- Dime, Srulek, ¿cómo es un cisne?
- Pues, es un pájaro grande, con largas alas, un cuello muy largo y curvo y un pico así...
Srulek alargó el brazo y con el puño imitó al pico del cisne. El ciego alargó la mano y acarició, lenta y cuidadosamente, el brazo y la mano de Srulek, y entonces dijo sonriendo:Ah sí, ahora veo cómo es la nieve...

viernes, 1 de diciembre de 2006

YASUNARI KAWABATA

La primera vez que me asomé a este autor lo hice atraída por la preciosa portada y por el sugerente título de su libro: "Lo bello y lo triste" publicado en Emecé. Y hace poco, un par de semanas, me encontré publicado un libro suyo de cuentos: "Historias en la palma de la mano", editado también en Emecé. De este último libro os presento ahora un cuento que me ha gustado especialmente.
Se puede decir tanto con tan poco...

CANARIOS (KANARIYA)
1924


Señora:

Me veo obligado a romper mi promesa y una vez más le escribo una carta.

Ya no puedo tener conmigo por más tiempo los canarios que recibí de usted el año pasado. Era mi mujer la que siempre los cuidaba. Yo me limitaba a mirarlos, a pensar en usted cuando los observaba.

Fue usted quien dijo, ¿no fue así?: “Usted tiene una mujer y yo un marido. Dejemos de vernos. Si por lo menos usted no tuviera mujer. Le entrego estos canarios para que me recuerde. Obsérvelos. Ellos son ahora una pareja, pero el vendedor simplemente tomó un macho y una hembra al azar y los metió en una jaula. Los canarios en sí no tuvieron nada que ver. De todos modos, por favor recuérdeme a través de estos pájaros. Tal vez sea desagradable entregar criaturas vivas como recuerdo, pero nuestra memoria también está viva. Algún día los canarios se morirán. Y, cuando llegue el momento de que mueran nuestros mutuos recuerdos, dejémoslos morir”.

Ahora los canarios parecen estar al borde de la muerte. La que los cuidaba ya no está. Un pintor como yo, negligente y pobre, es incapaz de hacerse cargo de estos frágiles pájaros. Lo diré claramente. Mi mujer se ocupaba de los pájaros, y ahora está muerta. Y como ella ha muerto, me pregunto si también los pájaros morirán. Y si así es, ¿era mi mujer la que me traía recuerdos de usted?

Hasta se me ocurrió dejarlos libres pero, desde la muerte de mi mujer, sus alas parecen haberse debilitado repentinamente. Además, estos pájaros no saben lo que es el cielo. Este par no tiene otra compañía en la ciudad ni en los bosques cercanos donde reunirse con otros. Y si acaso uno se fuera volando por su cuenta, morirían separados. En aquel entonces, usted aseguró que el hombre del negocio de mascotas simplemente había tomado un macho y una hembra al azar y los había metido en una jaula.

Y a propósito, no quiero vendérselos a un pajarero pues usted me los dio a mí. Y tampoco quiero regresárselos a usted, pues fue mi mujer la que los cuidaba. Por otra parte, estos pájaros – de los que probablemente ya se haya olvidado – serían una molestia para usted.

Lo diré de nuevo. Fue porque mi mujer estaba aquí que los pájaros han vivido hasta el día de hoy – sirviendo como recuerdo suyo. Por eso, señora, deseo que estos canarios la sigan a ella en la muerte. Mantener su memoria viva no fue lo único que hizo mi mujer. ¿Cómo pude amar a una mujer como usted?¿No fue acaso porque mi mujer permaneció conmigo? Mi mujer me hizo olvidar todo el sufrimiento. Ella evitaba mirar la otra mitad de mi vida. Si ella no lo hubiera hecho, seguramente yo habría desviado mis ojos o habría desalentado mi mirada ante una mujer como usted.

Señora, ¿no es correcto, entonces, que mate a los canarios y los entierre en la tumba de mi mujer?