lunes, 26 de noviembre de 2007

EN LA MUERTE DE DUNCAN WILLIAMSON (1928-2007)

El pasado 8 de noviembre murió en Escocia, a los 79 años, el gran narrador tradicional Duncan Williamson, sobre el que se han escrito varios libros y muchos artículos, y que, junto a su ex mujer, la folklorista Linda Williamson, publicó varias colecciones de sus propios relatos. Entre estas destaca A Thorn in the King's Foot (Hamondsworth, Penguin Books, 1987), que es la que refleja con más fidelidad la dicción de Williamson, que pertenecía a la comunidad de los Travellers escoceses, una cultura de hojalateros nómadas cuya forma de vida es similar a la de los gitanos aunque su origen, probablemente, se remonta a una antigua casta de herreros integrada en la antigua sociedad gaélica. En la actualidad, muchos de estos nómadas se expresan en scots, una forma de inglés propia de las Tierras Bajas escocesas. Tal es el caso de Williamson.
Corría el año 2000, cuando Blanca Calvo, la organizadora del Maratón de los Cuentos de Guadalajara, se puso por primera vez en contacto conmigo, me preguntó si sabía de algún narrador tradicional de renombre al que pudieran invitar al Maratón. Inmediatamente me vino a la mente Duncan Williamson, quien a menudo participaba en este tipo de eventos. Por desgracia, aunque Blanca lo intentó en repetidas ocasiones, nunca logró contactar con Williamson.

Como homenaje a este gran forjador de palabras, traduzco a continuación, a vuela pluma, un extracto de The Horsieman: Memories of a Traveller 1928-1958, libro que contiene sus memorias de juventud, tal y como se las contó a Linda Williamson. Ilustro esta entrada con el cuadro "La leyenda" (c. 1864), del pintor escocés George Paul Chalmers (1833-1878), conservado en la Galería Nacional de Escocia, en Edimburgo. Creo que el espíritu que anima esta pintura es muy afin al de la anécdota que refiere Williamson.
*
Duncan Williamson
The Horsieman: Memories of a Traveller 1928-1958
Edimburgo, Canongate Press, 1994, páginas 6-8.


"Y entonces, en las frías noches de invierno, abuelita se metía en su pequeño compartimento, su tienda, y se contaban historias. Yo entonces era muy pequeño, pero recuerdo bien a mi abuela. Alrededor del fueguecito se contaban historias maravillosas. Recuerdo a mi papá sentado alrededor del fuego, en medio del suelo, apenas una pequeña hoguera de ramas en el centro de la tienda, un agujero en el techo, y el humo que salía directamente por el agujero. Una lamparita de parafina, hecha por mi padre, estaba apagada.

Abuelita contaba una historia, padre contaba una historia. Quizá algunos nómadas [Travellers] que pasaban por allí se paraban y plantaban su tienda en «El Rincón de los Caldereros», un lugar al otro lado del arroyo, frente al bosque en el que acampábamos. […] También ellos contaban historias y tenían allí un pequeño encuentro. Nuestra tienda era un lugar en el que paraban los nómadas que venían hasta Argyll, y siempre había tiempo para un relato.

Bueno, pues abuelita pasaba con nosotros todo el invierno, en esa gran tienda, con su pequeño compartimento. […]

Abuelita era una anciana, y en aquellos días de antaño ninguna anciana de los nómadas llevaba bolso. Lo que si llevaban alrededor de la cintura era una gran faltriquera. Me acuerdo de la de abuelita; la había hecho ella misma, una faltriquera de tartán. Era como un bolso grande, con una correa, y se lo ataba a al cintura. Tenía tres botones de nácar en el centro; en aquellos tiempos no había cremalleras. Abuelita llevaba todos sus bienes materiales en esta faltriquera.

Bien, abuelita fumaba un pequeña pipa de barro. Y cuando necesitaba tabaco, decía:

–Pequeños, quiero que vayáis al pueblo a por tabaco para mi pipa.

Y nos daba a mi hermana y a mí tres peniques, uno para cada uno, y el otro para tabaco. El anciano tendero solía tener un rollo de tabaco, y cortaba un poquito para abuelita, a cambio del penique. Nosotros volvíamos, y la recompensa era:

–¡Abuelita, cuéntanos un cuento!
Ella se sentaba allí, frente a su pequeña tienda, y tenía un cacito y un pequeña hoguera.
Recogíamos ramas para ella, y ella se hacía un té negro y fuerte. Levantaba el cacito, lo ponía al lado del fuego y decía:

–Bueno, pequeños, ¡voy a ver que puedo encontrar esta vez para vosotros en mi faltriquera!

Abría su gran faltriquera, con sus tres botones de nácar, que tenía a su lado. Los recuerdo bien, y decía:

–Bueno, pues os contaré este cuento.

Quizá fuera el que había contado tres noches antes. Quizá era uno que no había contado en semanas. A veces nos contaba un cuento tres, cuatro veces; a veces nos contaba uno que nunca antes habíamos oído.

Así que, un día, mi hermana y yo volvimos del pueblo. Estábamos jugando, y nos acercamos a la tienda de abuelita. El sol brillaba, cálido. El cacito de té de la abuela estaba junto al fuego: estaba frío, el fuego se había consumido. El sol calentaba. Abuelita estaba tumbada, con las dos manos bajo la cabeza, como una anciana, y su camita estaba frente a la tienda. A su lado estaba la faltriquera. Era la primera vez que la veíamos separada de la cintura de abuelita. Probablemente se la quitaba por la noche, al irse a acostar. Pero por el día, ¡nunca!

De modo que mi hermana y yo nos deslizamos en silencio, y dijimos:

–¡Abuelita está dormida! Ahí está su faltriquera. ¡Vamos a ver cuántos cuentos hay en la faltriquera de abuelita!

Así que, con mucho cuidado, la cogimos y la llevamos detrás del árbol junto al que vivíamos en el bosque, y desabrochamos los tres botones de nácar. ¡Y lo que había en esa faltriquera era como la cueva de Aladino! Había pipas de barro, monedas de tres peniques, anillos, monedas de medio penique, perras gordas, broches, agujas, alfileres, todo lo que una anciana lleva consigo, dedales… ¡pero ni una solo cuento pudimos encontrar! Así que no tocamos nada. Lo volvimos a poner todo dentro, cerramos la faltriquera y la pusimos donde la habíamos encontrado, la dejamos junto a abuelita.

Dijimos:

–Nos iremos otra vez a jugar, y volveremos con abuelita cuando despierte.
Así que nos fuimos de nuevo a jugar, volvimos más o menos una hora después, y abuelita estaba levantada. Y nos sentamos a su lado. Después de tomarse su te negro y fuerte, ella comenzó a encender su pipa. nosotros le preguntamos:

–Abuelita, ¿nos vas a contar un cuento?

–Sí, pequeños –respondió–. Os contaré un cuento.

Le encantaba contarnos cuentos porque nos hacía compañía, también era buena compañía para ella sentarse allí con nosotros, los niños. Dijo:

–Ahora esperad un momento, esperad a ver qué tengo para vosotros esta noche.

Y abrió aquella faltriquera. Nos miró un rato a mí y a mi hermanita, nos miró largo tiempo con sus ojos azules. Dijo:

–¿Sabéis una cosa, niños?

Respondimos:

–No, abuelita.
Ella dijo:

–Resulta que, cuando estaba durmiendo, alguien ha abierto mi faltriquera, ¡y todos los cuentos se han ido! Esta noche, niños, no os puedo contar ningún cuento.

Y esa noche no nos contó ningún cuento. Y nunca volvió a contarnos un cuento. Y yo tenía diecisiete años cuando murió mi abuelita, pero sólo once cuando esto sucedió. Abuelita no volvió a contarme ninguna historia, ¡y esta es una historia que sucedió de veras!"

domingo, 25 de noviembre de 2007

Y ESCUCHO CON MIS OJOS A LOS MUERTOS

Es curioso como convergen las cosas en un mismo punto. Feliz coincidencia. El caso es que después del post de Jose sobre su sueño con Ursula K.LeGuin, mi amigo Agustín me envío el verso de Quevedo "escucho con mis ojos a los muertos"(tan parecido al nombre de nuestro blog como que parte de la misma idea) y hoy, en una tarde de domingo tranquilo y poblado de libros, mis ojos se pasean por el e.mail de otro amigo, Ramon, feliz con sus estudios y su vida de "trapense" atrapado en el estudio y la historia del arte. Para vosotros tres la cadencia musical de esta belleza de Quevedo:

FRANCISCO DE QUEVEDO

Retirado en la paz de estos desiertos,
Con pocos, pero doctos libros juntos,
Vivo en conversación con los difuntos,
Y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
O enmiendan, o fecundan mis asuntos;
Y en músicos callados contrapuntos
Al sueño de la vida hablan despiertos.

Las Grandes Almas que la Muerte ausenta,
De injurias de los años vengadora,
Libra, ¡oh gran Don Josef!, docta la Imprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;
Pero aquélla el mejor cálculo cuenta,
Que en la lección y estudios nos mejora.


Porque la vida se parece tanto al sueño que se confunde con él, o tal vez es el sueño que parece tan real como la vida misma. No lo sé.

En cualquier caso, gracias a los libros, el tiempo no impide el diálogo con otros hombres y mujeres que habitaron otros siglos y otras tierras. Y gracias a lo escrito somos capaces de reconocer sus voces, sin haberlas oído nunca, ¿es sueño o realidad lo que oímos?

Ni lo sé, ni me importa. Porque tantas veces lo que encuentro en los libros es más cercano a mí que lo que escucho por la tele o por la calle que no veo la hora de llegar a mi casa y encerrarme entre mis libros, en mi habitación con estanterías blancas y luz cálida, tapada hasta la cintura con la manta y el libro en el regazo.

Si no fuera porque desaparezco en otros mundos poblados de palabras que viven fuera del tiempo y del espacio, mi vida cotidiana - esa que llaman real - sería muy distinta, seguro que mucho más aburrida y mucho menos feliz.

martes, 13 de noviembre de 2007

ENCUENTRO EN OTRO MUNDO

En un sueño que tuve hace poco, me encontraba explorando un continente desconocido, en un planeta que, evidentemente, no era el nuestro. Las principales peripecias del sueño no vienen ahora al caso, pero sí el hecho de que, en un momento dado, mientras paseaba por las calles de una gran ciudad, veía a Ursula K. LeGuin. La escritora estaba tranquilamente sentada en la terraza de un café, observando lo que sucedía a su alrededor. Recuerdo que en el sueño me pareció de lo más natural encontrar allí a LeGuin. "Ahora entiendo -pensé- por qué sus descripciones de mundos imaginarios son tan asombrosamente verosímiles: se basan en trabajo de campo".

jueves, 8 de noviembre de 2007

LA MUJER QUE SOÑÓ UNA LENGUA

En su extensa y compleja obra Trabajo sobre el mito (traducción de Pedro Madrigal, Barcelona, Paidós, 2003), el filósofo alemán Han Blumenberg afirma que los mitos, lejos de ser una expresión de lo irracional, han sido siempre una herramienta fundamental para la supervivencia humana. Gracias a ellos, los primeros homínidos que asomaron desde los densos bosques a la sabana pelada, pudieron resistir lo que Blumenberg llama "el absolutismo de la realidad". No sé por qué, las ideas de Blumenberg (cuyo libro, reconozco, todavía no he logrado leer en su totalidad), me han venido a la cabeza al releer el resumen que esbocé hace años de un mito melanesio de las islas Salomón que encontré en libro de Kay Bauman Solomon Island Folktales from Malaita (Ranbury, Rutledge Books, 1998, págs. 2-3). También he recordado el sino de aquellos que, por distintos motivos, se han visto obligados a vivir durante mucho tiempo entre gentes de otros países, y a utilizar cotidianamente una lengua extraña, de modo que, poco a poco, imperceptiblemente, su idioma materno, sin quedar olvidado, retrocede a regiones insondables del espíritu. Y un buen día se percatan de que, quién sabe desde hace cuanto tiempo, sueñan en aquella lengua que les fue ajena, pero ahora es, irreversiblemente, la suya.

He aquí el mito:

Los baegu de Malaita, en el archipiélago melanesio conocido como islas Salomón, cuentan que un hombre llamado Nunu (Sombra) y su esposa Fala (Dadivosidad) llegaron a Malaita procedentes de Marado. Cierta noche, Fala soñó con una nueva lengua. Cuando despertó, no podía recordar su antiguo idioma: sólo era capaz de hablar la lengua con la que había soñado. Ella y su marido decidieron entonces fundar una nueva aldea, a la que llamaron Baegu, que es el nombre de la lengua que siguen hablando sus descendientes.


Dicho esto, me encantaría saber qué reflexiones suscita este relato a los navegantes que, alguna que otra vez, recalan, aunque sea brevemente, en este blog.